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Uno de los temas más polémicos de este año en cuanto a educación ha sido el cambio en las bases y planes curriculares que llevaron a quitar la obligatoriedad de educación física e historia en enseñanza media. En el siguiente artículo un abogado y un psicólogo analizan las distintas dimensiones de esta política pública.

Por Tomás Eduardo Garay Pérez, Abogado – José Miguel Garay Rivera, Psicólogo

A fines de mayo tomamos conocimiento de la aprobación por parte del Consejo Nacional de Educación de las nuevas Bases Curriculares y Planes de Estudios para terceros y cuartos medios -que entrará en vigor el año 2020-, y que trae consigo, entre otras novedades, la eliminación de la obligatoriedad de las asignaturas de Historia y Educación Física, ramos que pasarán a formar parte de un plan común electivo.

Como consecuencia de tal anuncio, ha surgido un interesante debate en la opinión pública que ha confrontado a distintos actores, provenientes del mundo académico, gremial, político o ciudadano, centrado fundamentalmente en los efectos que traería consigo la exclusión de Historia del nuevo currículum. Los defensores de la medida han sostenido, entre otros argumentos, que los conocimientos y habilidades del ramo de Historia están distribuidos entre primero básico y segundo medio y que, al agregar al currículum obligatorio la asignatura de Educación Ciudadana, serán vistos contenidos que ya son tratados en la práctica, además de permitir que los estudiantes elijan libremente de acuerdo a sus reales intereses.

En la vereda del frente, se ha señalado que los contenidos impartidos sólo podrán abordarse superficialmente, sin llegar a comprenderse cabalmente procesos históricos per secomplejos, a la vez que se excluye una asignatura fundamental para el desarrollo del pensamiento crítico del estudiante.

Ahora bien, no obstante hacernos parte de los últimos planteamientos, creemos que resulta necesario profundizar en una arista que no ha sido suficientemente abordada en esta discusión, y que dice relación con los fines que persigue el proceso educativo para, de este modo, abrir el debate acerca de los objetivos que subyacen en la configuración de las políticas públicas educativas y, por consiguiente, en el diseño del currículum nacional.

En tal sentido, debemos aclarar que no existe una visión unívoca acerca de las finalidades de la educación. A modo de ejemplo, podemos mencionar a Herbart (s. XIX) para quien la educación tiene un fin ético, buscándose a través de ella la formación del carácter moral, cobrando importancia, por tanto, la influencia que en ella podía ejercer la psicología; o a Dewey (s. XX), quien sostuvo que la educación cumple una doble función, social e individual, siendo la escuela no un lugar donde se prepara para la vida, sino la vida misma, donde el niño tiene que aprender a vivir (Luzuriaga, 1971). Para Freire (2012), por su parte, la educación cumple un fin liberador frente a una sociedad opresora, alienante.

Sin embargo, podemos señalar que en los hechos, a partir del proceso de industrialización estadounidense (s. XIX),  ha sido la visión tecnocrática de la educación la que se ha impuesto a través de una dimensión pedagógica pragmática. Para esta visión, la educación tiene como fin la calificación de los ciudadanos de acuerdo a las necesidades del mundo del trabajo. Así, “Educar para el empleo se convirtió en la finalidad central de la educación” (Díaz, 2005, p. 23). La pedagogía pragmática transita a través de una lógica unidimensional: la educación busca desarrollar habilidades técnico-profesionales mediante el aprendizaje de las actitudes que buscan los empleadores (Díaz, 2005).

En consecuencia, la pedagogía pragmática tiende a la uniformidad, la homogeneización. Al imponerse en la conformación de planes y programas de estudio, la formación del estudiante se estandariza, reduciéndose la dimensión intelectual del docente para transformarse, en la práctica, en un ejecutante y cumplidor de programas (Díaz, 2005). El docente pasa a ser una pieza más del entramado burocrático, un engranaje más de la cadena de producción.

Pensar, entonces, que el problema se encuentra en el rango de alcance del currículum educativo no es del todo acertado. La lógica neoliberal en las que se construyen las políticas públicas y educativas delimitan con bastante anterioridad el abanico de posibilidades al respecto. En el Chile actual, una sucesión de reformas y cambios en materia educativas han desplazado con claridad a la formación ciudadana a segundo plano, constituyendo simultáneamente un ideal pedagógico donde la persona “flexible” y “polivalente” se alza como el objetivo a formar desde la educación más temprana. Este debilitamiento de la dimensión político-ciudadana en la educación ha conducido a una sobrevaloración de la racionalidad instrumental, convirtiendo el proceso formativo de las personas en una suerte de producción industrial sustentada sólo en estándares de rendimiento, pero que -como afirma Bustamante (2006)- ha olvidado toda acción pedagógica.

En efecto, y considerando que una función genérica de la educación es la preparación para que las nuevas generaciones puedan participar plenamente de la vida adulta, el giro hacia la marketización, la medición y el gerencialismo, termina regulando, restringiendo y oprimiendo los reales alcances de un cambio como el que se nos ha anunciado. En otras palabras, modificaciones superficiales en el orden de los elementos constitutivos del currículum no producen, necesariamente, consecuencias profundas (la vieja sentencia “el orden de los factores no altera el producto”). El currículum en sí, se configura como un dispositivo de control pensado para regular de una manera determinada el contenido de la educación, y los cambios que hoy se proponen, con toda seguridad, no apuntan hacia una modificación sustancial del propósito del currículum.

Por todo lo anterior, nos atrevemos a plantear que la discusión surgida en los últimos días constituye una oportunidad para cuestionar y debatir no sólo acerca de las consecuencias visibles que traerá consigo la implementación del nuevo currículum, sino también respecto del valor y la intencionalidad que se la asigna al proceso educativo en sí. Creemos que la exclusión de Historia y su reemplazo por Educación Ciudadana, en los hechos, no implicarán un avance o retroceso mientras el paradigma tecnocrático que inspira la configuración del currículum y, por consiguiente, de los planes y programas de estudio, no haya sido mínimamente cuestionado. Por tanto, el desafío que tenemos por delante implica sincerar posiciones y deliberar acerca de las reales aspiraciones e ideas que confluyen en el diseño curricular y, por consiguiente, definir con franqueza elqué y para quéque envuelve la experiencia educativa de nuestros niños, niñas y jóvenes.

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